Rodeada
por otros muchos hermanos, Maite se afanaba en las labores de
recolecta con suma devoción, musitando una brevísima
plegaria de agradecimiento antes de recoger cada hortaliza o
verdura.
—Hermana
Maite —le dijo el hermano Carlos, encargado del huerto—,
ya sigo yo con los tomates. Tenga usted la bondad de atender
la sagrada Brassica oleracea.
—Sí, hermano Carlos —respondió
mal disimulando su desazón.
A
pasitos breves, como si así pudiera evitar llegar a su
destino, se acercó hasta las filas de coliflores que
ofrecían sus blancas pellas al sol. Maite miró
alrededor. Aquel día el huerto estaba realmente concurrido:
había hermanos llenando cestos, hermanos transportándolos
al almacén, hermanos arrancando zanahorias, hermanos
cogiendo lechugas, hermanos por todos sitios. No tenía
ninguna oportunidad de sacar los guantes de látex del
bolsillo de su túnica marrón sin ser vista. Y
aunque lo lograra, si un solo hermano la descubría manipulando
la planta elegida sin sus manos desnudas, el correctivo que
recibiría sería mucho peor que afrontar su alergia.
Con
manos temblorosas asió la primera coliflor de la larga
hilera y arrancándola de la tierra tan deprisa como pudo
la lanzó al cesto. Afortunadamente nadie la vio tratarla
con tan poco respeto. Respiró hondo y repitió
la misma operación con la siguiente. Cuando asió
la tercera empezó a notar los síntomas. La piel
de sus manos empezó a palpitar y ronchas redondas cubrieron
su superficie. Sólo con un esfuerzo enorme logró
dejar la carnosa verdura en el cesto en lugar de soltarla sobre
la tierra impura de la cual la había rescatado. Miró
alrededor pero nadie parecía haberse percatado de su
sufrimiento. Se levantó las mangas de su túnica
sólo para constatar lo que la picazón y un dolor
palpitante ya le advertían; las rojas manchas se habían
extendido por sus antebrazos. Todo se volvió borroso
cuando le empezaron a lagrimear los ojos, intentó enjugárselos
con manos temblorosas, haciendo grandes esfuerzos por respirar
con normalidad. Si volvía a coger otra coliflor de desmayaría
ahí mismo y sería el fin; pero si permanecía
ociosa llamaría la atención de algún hermano
y sería reprendida. Estornudó varias veces y sintió
como las miradas de varios hermanos se clavaban en ella.
Se agachó junto a la siguiente pella fingiendo recogerla
pero sin llegar a tocarla. Cerró los párpados
en un vano intento por mitigar el dolor de su epidermis y el
ardor de sus ojos. Se maldijo por haber olvidado los antihistamínicos
en su celda.
Un
tintineo metálico llenó el silencio del huerto,
era la campana que avisaba de la comida. Nunca se había
sentido tan feliz de escucharla. Cogió el cesto con las
tres coliflores y sin detenerse bajo ningún concepto
lo llevó al almacén. Luego se escurrió
escaleras arriba hasta su celda y engulló desesperada
la píldora. Se tendió sobre el duro camastro y
esperó a que la medicina hiciera su efecto. Diez minutos
después ya ocupaba su lugar en el refectorio.
Mirando
ensimismada las rugosidades en la mesa de madera, sin quererlo
recordó las palabras desesperadas de sus padres, escandalizados
por la decisión que su hija había tomado. Sucedió
todo tan deprisa. En su antigua vida era una chica feúcha
y solitaria, sin amigos, sin vida propia. Un par de guapos jóvenes
y una octavilla. Una reunión en el lujoso salón
de un hotel a la que siguieron otras en lugares menos ostentosos.
Sus nuevos amigos sabían muy bien cómo hacerla
sentir alguien especial, alguien que tenía por primera
vez una oportunidad de formar parte de algo que realmente merecía
la pena. Dejó su trabajo y dio todos sus bienes a la
comunidad. Cuando sus padres murieron e hizo lo mismo con su
herencia ya no hubo vuelta atrás. Ningún sitio
adonde ir. Fuera de la hermandad sería poco menos que
una indigente, sin olvidar las historias que se rumoreaban acerca
del trágico final de algunos hermanos que habían
intentado abandonar sus instalaciones. Fue entonces cuando apareció
su alergia a la planta sagrada. Justo cuando estaba más
atrapada que nunca. Optó por la única salida:
mantenerla oculta al resto de hermanos. ¿Qué otra
cosa podía hacer? Tal vez era una decisión ruin
y patética carente de atisbo alguno de la valentía
que se le presuponía pero era la que sentía con
toda el alma.
Cuando
uno de los hermanos encargados aquel día de servir la
comida dejó delante de ella el plato, se estremeció
al ver su contenido. Era un pedazo de blanca y humeante coliflor
hervida. ¡La planta sagrada servida para ser ingerida
por un estómago humano! La verdura que simbolizaba con
su simétrica estructura el perfecto equilibrio que rige
el Universo y la mente del supremo hacedor. Equilibrio que la
humanidad se empeñaba en desestabilizar y que ellos,
la hermandad de la planta sagrada, debían mantener a
toda costa.
El
hermano guía habló desde el púlpito, levantando
la voz por encima de los comentarios de insatisfacción
y protestas.
—No
hay lugar para la blasfemia hoy, hermanos. Pues me ha sido revelado
que aquel a quien esperábamos ya se encuentra entre nosotros
—un murmullo de sorpresa se extendió por todo el
refectorio—. Parece ser que la responsabilidad de su tarea
le hace dudar y pone a prueba su determinación. Con este
pequeño sacrificio todos le vamos a mostrar que estamos
con él y lo estaremos siempre.
Tras
algunos segundos de confusión y duda, todos los hermanos
atacaron su plato con voracidad. Maite miraba la carnosa superficie
de la verdura como si lo que hubiera en el plato fuera un pedazo
de sanguinolento cerebro humano. Tenía que hacerlo. Tenía
que engullir aquella cosa blancuzca… pero sabía
muy bien que el vómito le sobrevendría de inmediato
y no sólo sería descubierta sino que quedaría
como una cobarde indigna.
—Yo
soy la elegida —dijo levantándose de su silla con
piernas temblorosas—. Yo soy aquella que debe devolver
el equilibrio a este mundo.
Sonriente, el hermano guía se acercó hasta Maite.
Levantó su brazo derecho dejando al descubierto la piel
y tomando un trozo de coliflor de su plato lo refregó
por ella.
En apenas unos segundos las manchas rojas aparecieron a la vista
del resto de hermanos.
—He aquí los estigmas de la enviada —anunció
con tono solemne.
Por
toda respuesta los presentes se arrodillaron y la veneraron
en silencio.
Aquella noche podría comer cuantos manjares quisiera,
y disfrutar de la lujosa habitación del hermano guía
en compañía de cuantos hermanos o hermanas deseara.
Maite prefirió ayunar en soledad. Ni su estómago
ni su líbido estaban para muchas alegrías.
Los
primeros haces de luminosidad asomaban por la cordillera que
enmarcaba el valle.
Hasta allí llegaban amortiguados por la distancia los
primeros trinos desde las ramas de los árboles del huerto.
La hora había llegado. Podía ver ahí abajo,
los rostros expectantes de todos los hermanos y hermanas mirarla
con la dulzura y respeto con que nunca jamás nadie la
había mirado. A su lado, agarrándola firmemente
del hombro, el hermano guía le sonreía beatíficamente
y le susurraba palabras de ánimo.
Miró el negro agujero que se abría ante ella,
y arrugó la nariz al oler el nauseabundo hedor de la
putrefacción. En el vientre del contenedor sagrado se
acumulaban todas las cosechas de coliflores desde el inicio
de la hermandad. En su interior se fundían en una única
entidad las que ya no eran más que polvo con otras que
se pudrían lentamente o las recogidas el día anterior.
Maite
intentó concentrarse en su propia respiración.
No quiso pensar en el dolor. No quiso pensar en nada. Sabía
muy bien cuál era el papel que de ella se esperaba en
toda aquella farsa. Ella era la elegida. Ella era de quien hablaban
las sagradas escrituras. Ella era quien expiaría los
pecados de la humanidad al fundirse en cósmica comunión
con la obra más perfecta del sumo hacedor, símbolo
irrepetible del perfecto equilibrio.
Dio un paso corto y se dejó caer por el agujero.
© Enric Herce Escarrà
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Ilustración:
Lilibel |