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Yf they say the mone is blewe
We must believe that it is true.
Anónimo (1528)


  Me cuesta recordar con exactitud qué fue lo que sucedió aquel día. Dejando de lado lagunas puntuales, no tengo ningún problema para evocar todo lo que vino después, imposible olvidarlo, sin embargo, aquel día me regresa siempre borroso, como si una extraña neblina llenara todas sus horas de principio a fin.
  Recuerdo que llovía… o tal vez no… creo recordar que era un día gris sin sol, uno de esos que cualquiera se imagina al escuchar el Everyday is like Sunday de Morrissey; aunque quizá han sido los posteriores acontecimientos los que confunden mi recuerdo y le empujan a teñirlo con un filtro gris de fatalidad.
  Era un sábado o un domingo, de eso no tengo la menor duda, pues recuerdo que fue a media mañana cuando la llamada de Merche me sorprendió holgazaneando en el sofá, quizá bostezando delante de cualquier programa estúpido o tal vez rompiéndome la cabeza con el sudoku del periódico de aquel día. Recuerdo que cuando Merche me saludó con su habitual tono jovial le solté el inevitable «¿Ya habéis vuelto?».
  Quedamos aquella misma tarde en una cafetería del centro para que me enseñaran las fotos y me contaran qué tal les había ido su periplo africano. «Te diría que vinieras a cenar pero entonces tendrás que tragarte las seis horas de película que Ricky ha filmado y no te quiero tanto mal. Mejor esperar a que haya editado la peli, al menos entonces la tortura será más corta».

  Conocí a Merche y a Ricky en el instituto cuando éramos unos críos, de hecho fue mi primera novia quien me los presentó. Por aquel entonces yo pensaba que eran la parejita perfecta, cursi y pija, que cualquiera se imaginaría como reyes del baile en una graduación yanqui. Ella era la rubia espectacular de piernas interminables que lucía con desparpajo a base de faldas cortas y tejanos ceñidos. Una monada de ojos azules de belleza tan estereotipada como resultona, la chica, en resumen, a cuya salud se la meneaba medio instituto. Él, Ricardo Sánchez, Ricky para los amigos, era la estrella del equipo de baloncesto, un morenazo de metro noventa y por aquel entonces todavía incipiente musculatura, presente en los sueños húmedos de gran parte del personal femenino del centro, profesorado incluido.
 Recuerdo que estuvimos charlando un buen rato escondidos en el aparcamiento mientras nos fumábamos unos petardos. La media hora del descanso fue suficiente para entender que eran bastante más que un par de caras bonitas y que en contra de lo que parecía, no sobraba el dinero en casa de ninguno de los dos: Ricky se estaba pagado la 250 centímetros cúbicos currando veranos y fines de semana, y Merche se costeaba sus trapitos a base de horas de repaso y haciendo de canguro.
  Aquel mismo sábado salimos los cuatro por ahí y nos lo pasamos en grande. Eran divertidos y sabían pasárselo bien. Me sorprendió la seguridad con que los dos hablaban de lo que querían de la vida y de su proyecto en común. Ambos sabían a qué querían dedicarse y en qué facultad pensaban prepararse para ello, ambos sabían que querían pasar con el otro el resto de su vida y que querían casarse y tener hijos. Yo, con apenas dieciséis años, ni siquiera sabía qué asignatura odiaba menos o qué narices hacía saliendo con una chica que ni siquiera me caía bien.
  Con el tiempo, Merche, tal y como tenía planeado, acabó la carrera de derecho en la Autónoma y al poco tiempo empezó a trabajar para un importante gabinete. Ricky, se licenció en dirección y administración de empresas por la Politécnica y MBA mediante abrió su propia consultoría financiera. Como no podía ser de otra manera se casaron hace ya cinco años, los dos con apenas veintisiete años, jóvenes, guapos, y con pasta.
  Nunca entendí qué es lo que les gustaba de mí; pero la verdad es que desde el día en que nos conocimos «me adoptaron» y nos volvimos inseparables. A lo largo de todos estos años Ricky y Merche siempre estuvieron ahí, a las verdes y a las maduras, en los buenos tiempos, que fueron los menos, y en los malos. Me aguantaron los lloros y mal humor el par de veces que me ha dejado una mujer que de verdad me ha importado. La última de ellas incluso me acogieron en su casa al quedarme sin ningún lugar adonde ir y ahorrarles el disgusto a mis padres. Nunca me juzgaron por escoger las parejas con la polla y empotrarme una y otra vez con el mismo muro. Nunca les avergonzó tener sentado a su mesa, entre tanto amigo abogado y economista, a un mozo de almacén, eterno aspirante a escritor, y a su novia punky, gótica o siniestra de turno. Jamás les molestó mi peculiar sentido del humor que a tanta gente ofende, al contrario, no sólo lo entendían sino que les gustaba. Del mismo modo que les gustaban mis escritos y me animaban a seguir escribiendo y mandando cosas a concursos y editoriales. Podría resumir este párrafo diciendo que eran, sin el menor asomo de duda, los mejores amigos que he tenido y que con toda seguridad nunca tendré, pero prefiero exponerlo de este modo para que cualquiera en su sano juicio pueda entender por qué.

  No recuerdo en qué cafetería del centro quedamos aquella tarde, creo que fue en una de tantas cerca de la catedral. Lo que sí tengo bien presente es estar sentado junto a la pared acristalada del local y ver pasar a la gente. Fue el último día de julio del 2004. Merche y Ricky siempre se tomaban las vacaciones por aquellas fechas, y los hechos que sucedieron después no dejaron ninguna duda sobre el día exacto en que todo empezó.
  No recuerdo si volvieron más morenos, ni más flacos. Recuerdo la camiseta encima de la mesa y las palabras de Ricky:
  «Yo te hubiera traído un djembé pero esta tozuda dijo que esto te gustaría más».
  «¿Qué narices es un djembé?»
  «Un tambor mandinga, la peña se los llevaba a pares».
  «Tú ni caso. ¿Te gusta?»
  «Mola. La tela es… rara».
  «Las hacen a mano. Vimos como las tintaban en barricas y luego como las pintaban. Ya lo verás en las fotos».
  La camiseta era color tierra con un dibujo sobre el pecho. Con pinceladas blancas de aspecto irregular había representadas una Luna boca abajo y, una esfera rodeada por una corona a modo de haces de luz.
  «¿La Luna y el Sol?».
  «Los negros del Senegal son de los pocos en el continente que tienen un cosmogonía tal y como nosotros la entendemos. Este dibujo es una representación del mito de las dos luminarias que explica el origen del Sol y la Luna».
  «Venga, que Merche se muere de ganas de contártela. Empiezo a creer que te escogió esta camiseta sólo para darte el tostón».
  Recuerdo la historia a grandes rasgos, pero sobretodo recuerdo la pasión que brillaba en los ojos de Merche mientras me la explicaba. Movía las manos en el aire, como si dibujara todas y cada una de las cosas que iba narrando. También recuerdo cómo Ricky la miraba mientras lo hacía, con esa mezcla de satisfacción y orgullo con que solía hacerlo, literalmente se le caía la baba.
  El mito senegalés de las dos luminarias explica el porqué de las principales diferencias entre el Sol y la Luna. Según la fábula que Merche contó aquella tarde, estando bañándose desnudas las madres de las dos luminarias, el Sol, respetuoso con la desnudez de su progenitora, apartó la mirada. No así la Luna, que no tuvo reparos en mirar el cuerpo desnudo de su madre. Al terminar el baño, la madre del Sol le dijo: «Hijo mío, siempre me has respetado y serás bendecido por la única, y poderosa deidad. Tus ojos no se posaron sobre mi desnudez mientras me bañaba y, por ello, quiero que a partir de hoy, ningún ser vivo pueda posar sus ojos en ti sin que su vista quede dañada». En cambio la madre de la Luna le dijo a su hija: «Hija mía, tú no me has respetado mientras me bañaba. Has clavado tu mirada en mi desnudez, como si fuera un objeto brillante y, por ello, a partir de hoy, todos los seres vivos podrán mirarte sin que su vista quede dañada ni se cansen sus ojos».
  Poco más puedo añadir acerca de lo que pasó aquel día. Merche y Ricky insistieron en que me probara mi souvenir allí mismo, pero no quise. Debí hacerlo al llegar a casa porque cuando desperté al día siguiente, la camiseta con las dos luminarias, era lo único que llevaba puesto.



© Enric Herce Escarrà