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Cuando la llamada de los cuernos ha enmudecido, y ningún código de honor rige el entrechocar del frío metal; cuando antaño valerosos caballeros sirven de sicarios al mejor postor y ya no hay lugar para héroes, ni paladines para grandes hazañas. Ahora, cuando ya todo ha terminado y no me quedan paraísos por descubrir, ha llegado la hora de que busque el calor de la lumbre, y mis dedos suelten la espada, cojan la pluma, y dejen testimonio de la historia que marcó el devenir de mis días.
  Ella. La dulce sonrisa que embelesa, la tibia carne que seduce, la suave voz que empuja al precipicio. La historia de cualquier hombre gira entorno a una mujer, y la mía, no es una excepción. Aun cuando el paso de los años enturbia mi recuerdo, aunque suelo olvidar fechas y nombres, confundir lugares y hechos, a pesar de todo, mi memoria atesora incólume, como el más preciado tesoro, hasta el último detalle que rodeó nuestro encuentro. Su aroma, su mirada, cada recodo de su cuerpo, todos ellos perviven en él con la misma viveza que si ahora mismo la tuviera junto a mí en este aposento.

Eran tiempos duros, tiempos de cambio, años marcados por la guerra contra Francia y las secuelas de la reciente peste negra. Corría el año del Señor 1381 cuando el duque de Lancester, John de Gaut, decidió implementar en nombre de Ricardo II, una nueva poll-tax que ayudara a financiar la campaña que marcaría el futuro del país. Fue entonces cuando estalló en Essex la revuelta campesina que culminaría el 13 de junio con la entrada de las masas insurrectas en Londres. Dos días después, su cabecilla, Wat Tyler, era ajusticiado y el ejército de campesinos aplastado.
  Los sublevados fueron acusados de secesionismo y severamente castigados. Varios regimientos fueron apostados en los principales focos de la insurrección para persuadir a aquellos traidores de un nuevo intento de motín. A finales de junio, la guarnición de infantería de la cual formaba parte, arribó a la aldea de Fobbing. Las órdenes de nuestro comandante fueron claras y concisas: debíamos amargarles la vida a quienes nuestro rey había tachado de «groseros, libertinos, y pícaros holgazanes».
  Mis compañeros y yo llevamos nuestra tarea hasta las últimas consecuencias: ocupamos sus casas, vaciamos sus despensas y les pagamos violando a las mujeres, y matando a todo aquel que osara plantarnos cara. Con todo, fuimos muchos quienes una y otra vez nos preguntamos, qué demonios estábamos haciendo ahí, vertiendo sangre inglesa, mientras en Francia se perdía la guerra.
  Lo más triste de aquella pesadilla no fueron las mil perrerías que infligimos a lo amotinados, sino la carencia absoluta de solidaridad entre aquellas gentes. Lejos de afrontar la situación como una comunidad unida, aprovecharon la tesitura para saldar viejas cuentas y vencer viejos agravios, a costa de viles embustes y falsas denuncias. Nunca me he sentido tan patético como cuando aquellos ingleses, oprimidos por su propio rey, nos utilizaron como brazo ejecutor para ganarle la partida al vecino envidiado y poner de rodillas al familiar enfrentado.

No llevábamos más de una semana de ocupación la mañana en que unos gritos rompieron el silencio de los callejones de la villa. Cuando fui a su encuentro distinguí un pequeño grupo de soldados que entre insultos y burlas, zarandeaban a una muchacha. Apenas tendría veinte años, y era muy hermosa. Me enteré que la habían descubierto escondida bajo una trampilla en una de las casas. Sus padres habían sido decapitados el mismo día de nuestra llegada, y sabedores de su inminente final, la ocultaron para salvarle la vida. Cuando vi como una decena de soldados la arrastraba hacia el interior del bosque me dije que la muerte no es siempre la peor opción.
  A partir de aquel momento no pude sacar de mi cabeza a la pobre desdichada. Una y otra vez regresaba a mi memoria su mirada aterrorizada, y sus súplicas desgarradas por el llanto. A media mañana mis compañeros regresaron. Cuando les pregunté por la muchacha me respondieron con una sonrisa sardónica:
  —La tienes junto al río, apresúrate antes de que se enfríe.

Los haces de luz se colaban entre las ramas, reverberando sobre la superficie del agua, como estrellas caídas. Hundida hasta la cintura, la muchacha se cubrió los senos cuando detectó mi presencia. La larga melena cobriza le caía sobre los hombros como un manto protector bajo el cual, la mirada gatuna de sus ojos verdes me taladraba con odio. A juzgar por el rastro carmesí que tintaba el agua, acababa de perder la virginidad de la peor forma posible.
  —¿Estás bien?
  No respondió. Le dejé sobre la hierba el vestido que había cogido de su casa. Cuando me di la vuelta dispuesto a marcharme oí su voz por primera vez.
  —Era de mi madre.
  —¿Cómo te llamas?
  —Alyna —me respondió entre sollozos.
  —Bonito nombre —le dije sonriendo.
  La muchacha acogió mi cumplido con un triste silencio. Finalmente dijo:
  —¿Querrás hacerme tu mujer?
  No había el menor destello de deseo en sus palabras, pero ella sabía bien que la única forma de no pasar de mano en mano era aquella. Si un soldado se encaprichaba de una mujer, tuviera marido o no, el resto la respetaba.
  —Está bien.

Cada día, cuando terminaba mi turno de guardia, nos encontrábamos en aquel mismo lugar. Desde entonces, según un código nunca escrito, Alyna pasó a ser considerada intocable para mis compañeros de guarnición.
Sé que no se entregó por amor, y que al principio me ofrecía su cuerpo como moneda de cambio; mas un día, mientras la poseía, sus brazos dejaron de yacer inmóviles sobre la tierra, y su rostro dejó de mirar a un lado anegado en lágrimas. Un día, sentí sus manos acariciar mi espalda, y al siguiente, como sus piernas rodeaban mi cintura. Llegó la ocasión en que su cuerpo dejó de ser una ofrenda inerte y nuestros movimientos se acompasaron. Pronto sus besos llenaron mi cuello. Y nunca, nunca jamás olvidaré la tarde en que se puso de horcajadas sobre mí y sus labios buscaron los míos. Recuerdo el ejército de hormigas que recorrió todo mi cuerpo, recuerdo el vuelco que me dio el corazón, recuerdo como el tiempo se detuvo mientras un centenar de estrellas caídas refulgían en el río.
  Con el paso de los días, Alyna me fue contando detalles que desconocía sobre la insurrección. Su versión distaba un mundo de la ofrecida por la corona. Mientras los labriegos libres subían sus precios y mejoraban sus salarios, la carga fiscal que los campesinos se veían obligados a soportar era cada vez mayor, y más miserables sus condiciones. A pesar de todo se había instaurado aquel nuevo tributo para financiar la guerra en Francia. En realidad no hubo ningún asomo de traición en el levantamiento campesino, sólo la protesta firme de un pueblo desesperado.

Una tarde, al llegar al escenario de nuestros encuentros, quedé paralizado entre los árboles. Alyna se retorcía entre protestas bajo las embestidas de uno de los nuestros. Cegado por la rabia cogí la espada del soldado, tirada junto a sus ropas, y agarrándole del pelo lo levanté furioso. Le hundí la hoja hasta la empuñadura, y mientras sentía la calidez de su sangre entre los dedos, se me hizo un nudo en el estómago al reconocer la mirada sorprendida del comandante, clavada en la mía.
  Solté el arma y caí temblando al suelo. Ni las suaves caricias ni dulces palabras de la muchacha lograron calmar mi turbación. Estaba perdido. La única salida era huir. Teníamos que irnos inmediatamente. Pero antes siquiera de poder pronunciar una sola palabra, un grupo de soldados nos rodeó entre gritos de alarma. Me incorporé dispuesto a vender cara la piel. Para mi sorpresa mis compañeros me ignoraron y se abalanzaron sobre la muchacha, quien sostenía entre sus manos la espada ensangrentada del comandante.

Podría decir que intenté por todos los medios asumir mi culpa, y que por toda respuesta recibí frases como «esta putita no merece que te la juegues por ella, búscate otra».
  Me gustaría decir que su muerte fue rápida y que no sufrió; pero no fue así. La ataron a un madero en medio de la plaza de la villa para que sirviera de ejemplo. Su agonía fue terrible, y no tengo valor para reproducir aquí las torturas que sufrió a manos de mis compañeros. Me gustaría decir que al menos estuve a su lado hasta el final; pero no fue así. No, no tuve el valor para acompañarla en su dolor. La última vez que la vi, su cuerpo exangüe, no era más que un amasijo sanguinolento medio quemado, prácticamente irreconocible.

Poco más me queda ya por añadir. Quizá nunca hubo valerosos caballeros, ni héroes, ni paladines, en esta tierra. Quizá nunca hubo causas dignas por las que luchar, ni códigos de honor que hicieran justicia a todos. Quizá nunca hubo paraísos a los que huir. Quizá. Quizá nunca brillaron estrellas bajo las aguas de aquel río.


© Enric Herce Escarrà